Sobre las Revelaciones Privadas
Desde siempre, y en todas partes, la religiosidad popular se ha interesado en fenómenos y hechos extraordinarios, con frecuencia relacionados con revelaciones privadas. Aunque no se pueden circunscribir al ámbito de la piedad mariana, en ésta especialmente se dan las "apariciones" y los consiguientes "mensajes". En este sentido recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: “A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas ‘privadas’, algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de ‘mejorar’ o ‘completar’ la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia.”
Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles (sensus fidelium) sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia" (Congregación para el culto Divino y disciplina de los sacramentos. Directorio de la piedad popular y la liturgia)
"No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías; examinad cada cosa y quedaos con lo que es bueno." 1Tes (5, 19-21)
Congregación para la Doctrina de la Fe
Apariciones y signos sobrenaturales salpican la historia, entran en el vivo de los acontecimientos humanos y acompañan el camino del mundo, sorprendiendo a creyentes y no creyentes. Estas manifestaciones, que no pueden contradecir el contenido de la fe, deben confluir hacia el objeto central del anuncio de Cristo: el amor del Padre que suscita en los hombres la conversión y da la gracia para abandonarse a Él con devoción filial.
El hecho de que la única revelación de Dios dirigida a todos los pueblos se haya concluido con Cristo y en el testimonio sobre Él recogido en los libros del Nuevo Testamento, vincula a la Iglesia con el acontecimiento único de la historia sagrada y de la palabra de la Biblia, que garantiza e interpreta este acontecimiento, pero no significa que la Iglesia ahora sólo pueda mirar al pasado y esté así condenada a una estéril repetición. El Catecismo de la Iglesia Católica dice a este respecto: «Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos» (n. 66).
Estos dos aspectos, el vínculo con el carácter único del acontecimiento y el progreso en su comprensión, están muy bien ilustrados en los discursos de despedida del Señor, cuando antes de partir les dice a los discípulos: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta... Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Jn 16, 12-14). En este contexto es posible entender correctamente el concepto de «revelación privada», que se refiere a todas las visiones y revelaciones que tienen lugar una vez terminado el Nuevo Testamento… Escuchemos aún a este respecto antes que nada al Catecismo de la Iglesia Católica: «A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas “privadas”, algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia... Su función no es la de... “completar” la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia» (n. 67).
Se deben aclarar dos cosas: La revelación privada es una ayuda para la fe, y se manifiesta como creíble precisamente porque remite a la única revelación pública. El cardenal Próspero Lambertini, futuro Papa Benedicto XIV, dice al respecto en su clásico tratado, que después llegó a ser normativo para las beatificaciones y canonizaciones: «No se debe un asentimiento de fe católica a revelaciones aprobadas en tal modo; no es ni tan siquiera posible. Estas revelaciones exigen más bien un asentimiento de fe humana, según las reglas de la prudencia, que nos las presenta como probables y piadosamente creíbles». El teólogo flamenco E. Dhanis, eminente conocedor de esta materia, afirma sintéticamente que la aprobación eclesiástica de una revelación privada contiene tres elementos: el mensaje en cuestión no contiene nada que vaya contra la fe y las buenas costumbres; es lícito hacerlo publico, y los fieles están autorizados a darle en forma prudente su adhesión (E. Dhanis, Sguardo su Fatima e bilancio di una discussione, en: La Civiltà Cattolica 104, 1953, II. 392-406, en particular 397). Un mensaje así puede ser una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el momento presente; por eso no se debe descartar. Es una ayuda que se ofrece, pero no es obligatorio hacer uso de la misma.
El criterio de verdad y de valor de una revelación privada es, pues, su orientación a Cristo mismo. Cuando ella nos aleja de Él, cuando se hace autónoma o, más aún, cuando se hace pasar como otro y mejor designio de salvación, más importante que el Evangelio, entonces no viene ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía hacia el interior del Evangelio y no fuera del mismo. Esto no excluye que dicha revelación privada acentúe nuevos aspectos, suscite nuevas formas de piedad o profundice y extienda las antiguas. Pero, en cualquier caso, en todo esto debe tratarse de un apoyo para la fe, la esperanza y la caridad, que son el camino permanente de salvación para todos.
Podemos añadir que a menudo las revelaciones privadas provienen sobre todo de la piedad popular y se apoyan en ella, le dan nuevos impulsos y abren para ella nuevas formas. Eso no excluye que tengan efectos incluso sobre la liturgia, como por ejemplo muestran las fiestas del Corpus Domini y del Sagrado Corazón de Jesús. Desde un cierto punto de vista, en la relación entre liturgia y piedad popular se refleja la relación entre Revelación y revelaciones privadas: la liturgia es el criterio, la forma vital de la Iglesia en su conjunto, alimentada directamente por el Evangelio.
La religiosidad popular significa que la fe está arraigada en el corazón de todos los pueblos, de modo que se introduce en la esfera de lo cotidiano. La religiosidad popular es la primera y fundamental forma de «enculturación» de la fe, que debe dejarse orientar y guiar continuamente por las indicaciones de la liturgia, pero que a su vez fecunda la fe a partir del corazón. Hemos pasado así de las precisiones más bien negativas, que eran necesarias antes de nada, a la determinación positiva de las revelaciones privadas ¿cómo se pueden clasificar de modo correcto a partir de la Sagrada Escritura? ¿Cuál es su categoría teológica? La Carta más antigua de san Pablo que nos ha sido conservada, tal vez el escrito más antiguo del Nuevo Testamento, la Primera Carta a los Tesalonicenses, me parece que ofrece una indicación. El Apóstol dice en ella: «No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías; examinad cada cosa y quedaos con lo que es bueno» (5, 19-21).
En todas las épocas se le ha dado a la Iglesia el carisma de la profecía, que debe ser examinado, pero que tampoco puede ser despreciado. A este respecto, es necesario tener presente que la profecía en el sentido de la Biblia no quiere decir predecir el futuro, sino explicar la Voluntad de Dios para el presente, lo cual muestra el recto camino hacia el futuro. El que predice el futuro se encuentra con la curiosidad de la razón, que desea apartar el velo del porvenir; el profeta ayuda a la ceguera de la voluntad y del pensamiento y aclara la voluntad de Dios como exigencia e indicación para el presente. La importancia de la predicción del futuro en este caso es secundaria. Lo esencial es la actualización de la única revelación, que me afecta profundamente: la palabra profética es advertencia o también consuelo o las dos cosas a la vez. En este sentido, se puede relacionar el carisma de la profecía con la categoría de los «signos de los tiempos», que ha sido subrayada por el Vaticano II: «...sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo?» (Lc 12, 56). En esta parábola de Jesús por «signos de los tiempos» debe entenderse su propio camino, el mismo Jesús. Interpretar los signos de los tiempos a la luz de la fe significa reconocer la presencia de Cristo en todos los tiempos. En las revelaciones privadas reconocidas por la Iglesia —y por tanto también en Fátima— se trata de esto: ayudarnos a comprender los signos de los tiempos y a encontrar la justa respuesta desde la fe ante ellos.
Joseph Card. Ratzinger
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Después papa Benedicto XVI
Postura siempre cautelosa de la Iglesia ante las revelaciones privadas
Las apariciones, especialmente de la Virgen, constituyen un fenómeno característico de la época moderna. De hecho han sido mucho más frecuentes que en las épocas anteriores de la historia de la Iglesia. El origen de varias e importantes corrientes espirituales viene de apariciones concretas de Cristo o de la Virgen. Por ejemplo, la devoción al Corazón de Jesús, o los movimientos de devoción mariana a partir de la Rue du Bac, Lourdes, Fátima etc. Es comprensible la actitud cautelosa de la Iglesia ante tan abundantes apariciones y revelaciones.
La historia le ha enseñado a ser crítica y prudente ante fenómenos en los que cabe la simulación y el engaño. Por eso exige garantías de credibilidad. Tal postura cautelosa no es sino la expresión de una doble advertencia. Una de san Juan: «No os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han aparecido en el mundo». Y otra de san Pablo: «No extingáis el Espíritu, ni despreciéis la profecía; examinadlo todo y quedaos con lo bueno» . La Iglesia pide a los cristianos un asentimiento desde la fe de la revelación contenida en la Sagrada Escritura y en la Tradición. Con relación a las apariciones y revelaciones privadas, cuando la Iglesia las juzga fiables por los testimonios y argumentos que hay en favor de su autenticidad, las permite como algo que puede ser creído piadosamente por los fieles, pero sólo con fe humana.
La expresión "fe humana" quiere indicar que las apariciones o revelaciones privadas quedan en un ámbito diferente al de la fe con la que aceptamos la gran revelación de Dios en Cristo. Esto significa que cualquier cristiano puede seguir siéndolo aunque no crea en las apariciones o revelaciones privadas. Esos fenómenos "sobrenaturales", si son auténticos, guardan relación con la vida cristiana, pero no entran en el ámbito de la revelación divina sobre la que recae la fe católica. La Iglesia, propiamente hablando, no aprueba ninguna aparición o revelación privada. Cuando juzga que hay pruebas a favor de su autenticidad las permite, las puede recomendar incluso.
No se pronuncia sobre el fondo, sino que discierne si tal aparición o revelación que suscita un movimiento espiritual contribuye al desarrollo de la vida cristiana. En caso afirmativo la Iglesia, por medio del ministerio magisterial de sus pastores, les da "luz verde", el "nihil obstat" para que puedan ser aceptadas como "objeto de piadosa creencia". Tal postura cautelosa de la Iglesia ante los fenómenos sobrenaturales es prudente y justificable, hoy más que nunca, dada la proliferación de tales fenómenos y la facilidad con que mucha gente es proclive a aceptarlos sin el suficiente discernimiento. La inclinación de los seres humanos hacia lo maravilloso se expresa frecuentemente hoy en la credulidad ante tantas pretendidas apariciones de la Virgen. Ciertamente, la Iglesia y la teología admiten la posibilidad de que lo sobrenatural se manifieste en la historia de los hombres. No se oponen a las revelaciones privadas. Reconocen que Dios pueda manifestarse, también por María, para poner de relieve una verdad ya revelada en la Sagrada Escritura, para corregir desvíos y venir en nuestra ayuda ante determinados peligros. Son signos extraordinarios de la libre acción del Espíritu Santo en su Iglesia, expresiones de la dimensión carismática y profética del pueblo de Dios.
Por otra parte, querer explicar tales fenómenos solamente desde la teoría de los mitos y por mecanismos del psiquismo de los videntes, o rechazarlos sólo porque escapan al control de la ciencia, es partir de presupuestos ideológicos exclusivamente racionalistas, inmanentitas y cerrados. Pero admitirlos sin un sentido crítico y sin un serio discernimiento es exponerse a engaños y manipulaciones. Jean Guitton, un intelectual serio y nada sospechoso ni de credulidad ni de escepticismo, ha escrito: «En nuestros días, en nuestra época en que las ciencias humanas se desarrollan más que nunca; cuando el psicoanálisis, la sociología, la metafísica y la psicología profunda cambian los límites entre lo natural y lo improbable, es necesario más que nunca que la autoridad eclesiástica se abstenga de pronunciar de buenas a primeras la palabra "milagro" ante esos fenómenos y sus efectos espirituales» .
P. Fernando QUINTANO, C. M. Director General de las Hijas de la Caridad.
El Magisterio de la Iglesia
85 "El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escritura, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo" (DV 10), es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma.
86 "El Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído" (DV 10).87 Los fieles, recordando la palabra de Cristo a sus Apóstoles: "El que a vosotros escucha a mi me escucha" (Lc 10,16; cf. LG 20), reciben con docilidad las enseñanzas y directrices que sus pastores les dan de diferentes formas.
100 El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios ha sido confiado únicamente al Magisterio de la Iglesia, al Papa y a los obispos en comunión con él.
¿Qué valor tienen las revelaciones privadas?
Aunque no pertenecen al depósito de la fe, las revelaciones privadas pueden ayudar a vivir la misma fe, si mantienen su íntima orientación a Cristo. El Magisterio de la Iglesia, al que corresponde el discernimiento de tales revelaciones, no puede aceptar, por tanto, aquellas “revelaciones” que pretendan superar o corregir la Revelación definitiva, que es Cristo. (Compendio del Catecismo de la Iglesia 67)